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Nota y selección de José Luis Barrios
Publicado en CONFABULARIO el 5 marzo de 2005
La naturaleza es mi paciencia,
que con nada se puede vencer
W. Benjamín
Imprescindible para comprender la historia de
la cultura europea del siglo XX, Walter Benjamin (1892-1940) revisó con
excepcional agudeza crítica la realidad de las transformaciones sociales
y culturales. Hasta su muerte, trabajó en una obra monumental sobre
París: el Libro de los Pasajes. El borrador final desapareció. Quedaron,
sin embargo, miles de apuntes y fragmentos con los que este pensador
había erigido toda una filosofía del presente. Ofrecemos aquí una mínima
selección de esos Pasajes, que por primera vez acaban de publicarse
íntegros en nuestro idioma.
En una carta dirigida en mayor de 1935 a Scholem,
Walter Benjamin comentaba: “a veces me detengo, en un deleite reflexivo,
a contemplar qué síntesis dialéctica de miseria y opulencia presentan
estos estudios, repetidamente interrumpidos y durante una década
renovados, realizados en los lugares más dispares.
Si la dialéctica de este libro se mostrara igual de
sólida, podría darme por satisfecho.” El filósofo judío-alemán se
refería al Libro de los Pasajes (Akal, Madrid, 2005, Sukar Verlag,
Frankfurt, 1982), un proyecto pospuesto, retomado e inconcluso, que
Benjamin no vio publicado y que a casi 55 años de su muerte (1940)
aparece por primera vez en español. Una larga espera que ha dado como
resultado una edición de gran calidad y con aportes importantes a la
cultura en lengua castellana y al mundo filosófico en esta lengua. El
cuidado de la edición, tanto en lo que se refiere al corpus del texto
original como a la recopilación de cartas, testimonios y escritos
preliminares, convierten a esta publicación en uno de los sucesos
editoriales más importantes de los últimos tiempos. En este espacio, más
que la reseña del libro, presento una selección de ideas, licencia que
nace de la propia naturaleza de los Pasajes: son apuntes, citas y
reflexiones, que más que argumentar una tesis filosófica en el sentido
estricto del término, tienen la función de generar una suerte de
cartografía y geología de la modernidad. Basten pues estas reflexiones
generales como una contextualización de la arquitectura babélica del
texto, no sólo por la complejidad de citas y lenguas que contiene, sino
por la construcción de múltiples entradas que tejen el proyecto de un
discurso que, literalmente, se coloca en el espacio para hacer de la
abstracción filosófica, de la metáfora literaria, de la fotografía, del
grabado, la arquitectura y el urbanismo una suerte de montaje donde las
palabras y las cosas no discurren sino que son presencias materiales
donde se realiza la historia.
De clara formación marxista, Benjamin, nacido en
1892 y perteneciente a la generación del filósofo y sociólogo alemán
T.W. Adorno (1903-1969) y de Max Horkeheimer (1895-1973) —ambos
pertenecientes a la primera generación de la Escuela de Frankfurt o de
la teoría crítica—, lleva a cabo una relectura del materialismo
histórico a través de su conversión a una dialéctica de las imágenes que
permita mostrar cómo se inscribe el fracaso de las utopías en los
espacios abandonados por la propia historia, en los espacios del
fracaso. Al menos esa es la intención del Libro de los Pasajes. Una
recuperación de la presencia de los objetos que nos hace mirar la
modernidad como un mito. Lejos de la ilustración y el entusiasmo
kantiano que consideraban al progreso y la razón como la edad adulta de
la humanidad, Benjamin muestra la ruina de este proyecto en su
materialidad. Con ello quiere hacernos ver que la modernidad en realidad
no escapó a la lógica del mito, antes bien construyó el propio: el del
progreso. Y es que la relación entre mito y modernidad es el asunto del
que el filósofo se ocupa en este texto. Para él, igual que para Adorno y
Horkheimer, la modernidad no superó la autodefinición de la historia
occidental, donde la relación entre el pasado, el presente y el futuro
se entienden a partir de la actualidad del ahora que recupera la memoria
de los hechos para proyectar un lugar y una idea (¿sueño?) en el
porvenir. Una supuesta autoconciencia del tiempo donde el presente sueña
su futuro convirtiendo a éste en ideología: proyectar las fantasías en
el porvenir también significa paralizar el presente mismo de la acción.
Una idea articula las citas, los pensamientos y las
referencias de los Pasajes: la mercancía. En ella se inscribe la lógica
misma del mito, la de las fantasías de la colectividad convertida en
masa y que en el caso de la modernidad tiene que ver con la construcción
del espacio de la ciudad (París) y con esa suerte de casa de sus
habitantes que son las arcadas o pasajes. Éstas, al igual que el
ferrocarril, son el sitio del progreso: el lugar del acero y el vidrio,
objetivaciones materiales de la utopía y huella de su fracaso.
La afirmación de que cada época sueña la siguiente,
adquiere todo su sentido a la hora que la miramos en el contexto de los
Pasajes como una crítica al capitalismo, la mercancía aparece como “una
promesa y un engaño”, es decir, como el mito donde la técnica y la
industria abrían el horizonte de un porvenir prolífico, y sin embargo se
convirtió en el fantasma, en la alineación. Aquí tiene sentido la
apuesta por una dialéctica de las imágenes donde los objetos y los
habitantes de la ciudad, paradigma que es París, son el dato abandonado
del tiempo, los olvidos mismos de la historia, aquélla de la que el
ángel huye y es al mismo tiempo atraído por el fantasma del progreso.
Aquí también cobra sentido la estrategia de un argumento hecho de citas y
comentarios donde, a la manera de una escritura cabalística y una
alquimia que transforma la memoria en materia, el lector descubre
enigmas e indicios, incitaciones que disponen un territorio donde la
escritura se convierte en epifanía del tiempo de la modernidad, acaso
por ello pensaba Benjamin que habría que recuperar la condición
teológica de la escritura, no la cristiana sino la judía, aquella en la
que cada instante la palabra se inventa en el presente, a cada
momento... Aquella donde la prohibición de adivinar el futuro, propia
del pensamiento judío, convierte la historia en el despertar del sueño o
la revolución. Despertar que nos muestra que la historia la hemos
construido como una pesadilla, un infierno (el siglo XIX) donde las
imágenes objetivas (las cosas) son la ruina de las utopías. ¿En realidad
hemos despertado?
Del Libro de los Pasajes
Bajo una luz difusa, luz cenital, la gente se
deslizaba sobre las baldosas. Mientras que aquí se ha preparado un nuevo
pasaje para el París de última moda, ha desaparecido uno de los más
antiguos de la ciudad, el pasaje de l'Opéra, devorado por la irrupción
del bulevar Haussman. Tal como hizo esa notable galería hasta hace poco,
algunos pasajes conservan aún hoy, entre luz chillona y rincones
oscuros, un pasado hecho espacio.
“Al hablar de los bulevares del interior”, dice la
Guía ilustrada de París —todo un retrato de la ciudad del Sena y de sus
alrededores por el año 1852—, “mencionamos varias veces los pasajes, que
desembocan en ellos. Estos pasajes, una nueva invención del lujo
industrial, son galerías cubiertas de cristal y revestidas de mármol que
atraviesan edificios enteros, cuyos propietarios se han unido para
tales especulaciones. A ambos lados de estas galerías, que reciben luz
desde arriba, se alinean las tiendas más elegantes, de modo que un tal
pasaje es una ciudad, e incluso un mundo en pequeño, en que el comprador
ávido encontrará todo lo que necesita. Ante un chubasco repentino, se
convierten en el refugio de todos los que se han visto sorprendidos,
ofreciendo un paseo seguro, aunque angosto, del que también los
vendedores sacan provecho”. Allí se encuentran los que quieren comprar y
los que se han visto sorprendidos. La lluvia sólo lleva a los pasajes
al cliente pobre que carece sobre todo del aislante o del impermeable.
Eran espacios para una generación que sabía demasiado poco del tiempo
meteorológico...
Del conocimiento
Este trabajo tiene que desarrollar el arte de citar
sin comillas hasta el máximo nivel. Su teoría está íntimamente
relacionada con el montaje.
Comparar los intentos de otros con expediciones
navales en el polo Norte magnético desvía los barcos. Encontrar ese polo
Norte. Lo que para otros son desviaciones, para mí son los datos que
determinan mi rumbo. Sobre los diferenciales de tiempo, que para otros
perturban las “grandes líneas” de investigación, levanto yo mi cálculo.
Marx expone el entramado causal entre la economía y
la cultura. Aquí se trata del entramado expresivo. No se trata de
exponer la génesis económica de la cultura, sino la expresión de la
economía en su cultura. Se trata, en otras palabras, de intentar captar
un proceso económico como visible fenómeno originario de donde proceden
todas las manifestaciones de la vida de los pasajes (y con ello del
siglo XIX).
Roturar terrenos en los que hasta ahora sólo crece
la locura. Penetrar con el hacha afilada de la razón sin mirar a derecha
o izquierda, para no caer en el horror que seduce desde lo hondo de la
selva primitiva. Todo suelo tuvo que ser una vez roturado por la razón,
limpiado la maleza de la locura del mito. Eso es lo que aquí se debe
hacer con el suelo del siglo XIX.
Calles y ciudad
El ideal urbanístico de Haussmann eran las
perspectivas sobre las que abren las grandes hileras de las calles. Este
ideal corresponde a la tendencia, habitual en el siglo XIX, o
ennoblecer las necesidades técnicas mediante pseudo fines artísticos.
Los templos del poder espiritual y mundano de la burguesía debían
encontrar su apoteosis en el marco de las hileras de calles. Estas
perspectivas se disimulan antes de la inauguración con una lona que se
levanta como se descubre un monumento, y la vista se abría en trances
sobre una iglesia, una estación, una estatua ecuestre o algún otro
símbolo de la civilización. En la haussamannización de París la
fantasmagoría se hizo piedra. Como está destinada a una especie de
perennidad, deja entrever al mismo tiempo su carácter firme.
La Avenida de l'Opera que, según la expresión
maliciosa de la época, abre la perspectiva de la portería del hotel du
Louvre, deja ver con qué poco se contentaba la megalomanía del perfecto.
La ciudad hizo posible que todas las palabras, o al
menos una gran cantidad de ellas, fueran ascendidas a la nobleza del
nombre —lo que antes no les ocurría más que a poquísimas, a una clase
privilegiada de palabras. Lo más ordinario para todos, la calle, fue la
que llevó a cabo esta revolución del lenguaje. Mediante los nombres de
las calles, la ciudad es un cosmos lingüístico.
Para entender la “calle”, hay que distinguirla del
“camino” más antiguo. Se distinguen según su naturaleza mitológica. El
camino implica el miedo al camino equivocado. En las guías de los
pueblos nómadas tuvo que reflejarse ese miedo. Aún hoy, todo caminante
solitario siente, en las revueltas inesperadas del camino y en sus
bifurcaciones, el poder que las antiguas indicaciones ejercían sobre las
hordas nómadas. Pero, quien va por una calle, no necesita al parecer
una mano que le indique ni le guíe. El hombre no cae en su poder al
marchar por un camino equivocado, sino al sucumbir al despliegue
monótono y fascinante de la banda de asfalto. La síntesis de estos dos
miedos sin embargo —el monótono camino equivocado— lo representa el
laberinto.
Acero y cristal
Cristal que aparece demasiado pronto, hierro
prematuro. En los pasajes se ha quebrado y en cierto modo envilecido el
material más frágil y el más sólido. A mediados del siglo pasado aún no
se sabía qué construir con cristal y hierro. Por eso el día que despunta
por entre las láminas de cristal y las vigas de acero es tan sucio y
turbio.
El polvoriento espejismo del invernadero, la turbia
perspectiva de la estación, con el pequeño altar de la fortuna en la
intersección de las vías, todo ello se pudre bajo falsas construcciones,
prematuro cristal, prematuro hierro. Pues el primer tercio del pasado
siglo nadie sabía aún cómo había que construir con cristal y hierro.
Pero desde hace tiempo lo resolvieron los hangares y los silos. Ahora
ocurre con el material humano en el interior lo que ocurre con el
material de construcción de los pasajes. Los proxenetas son las
naturalezas férreas de la calle, y sus frágiles cristales las
prostitutas.
Cuando dos espejos se miran, Satanás hace su truco
preferido, y abre aquí, a su manera (como hace su compañero en las
miradas de los amantes), la perspectiva al infinito. Ya sea divina o
satánicamente: París tiene pasión por las perspectivas especulares...
El habitante
“El hombre no es el hombre más que en la
superficie. Levanta la piel, diseca: aquí comienzan las máquinas.
Después te pierdes en una sustancia inexplicable, ajena a todo lo que
sabes y que, sin embargo, es esencial”, Paul Valery, Cahier B, París, 1930.
La actitud del flâneur: una abreviatura de la actitud política de la clase media en el Segundo Imperio.
París creó el tipo del flâneur. Lo raro es que no
fuera Roma. ¿Por qué? ¿Acaso los sueños no discurren en Roma por las
calles bien dispuestas? ¿Acaso la ciudad no está demasiado llena de
templos, plazas, recoletas y santuarios nacionales como para que,
indivisa, pueda ingresar en el sueño del paseante con cada adoquín, cada
letrero comercial, cada escalón y cada portal? Quizá también tenga algo
que ver el carácter nacional de los italianos. Pues no han sido los
extranjeros, sino los mismos parisinos quienes han hecho de París la
alabada tierra del flâneur, el paisaje formado de pura vida, como lo
llamó una vez Hofmannsthal. Paisaje: en eso se convierte el hecho para
el flâneur. O más exactamente: ante él, la ciudad se separa en sus polos
dialécticos. Se abre como paisaje, le rodea como habitación.
La calle conduce al flâneur a un tiempo
desaparecido. Para él, todas las calles descienden, sino hasta las
madres, en todo caso sí hasta un pasado que puede ser tanto más
fascinante cuanto que no es su propio pasado privado. Con todo, la calle
sigue siendo siempre el tiempo de una infancia. Pero, ¿por qué la de su
vida vivida? En el asfalto por el que camina, sus pasos despiertan una
asombrosa resonancia. La luz del gas, que desciende iluminando las
losetas, arroja una luz ambigua sobre este doble suelo.
Aquí habita el último dinosaurio de Europa, el
consumidor. En las paredes de estas cavernas prolifera la mercancía como
una flora inmemorial que experimenta, como el tejido ulceroso, las más
irregulares conexiones. Un mundo de secretas afinidades: palmeras y
plumero, secador y Venus de Milo, prótesis y portacartas se encuentran
aquí de nuevo, como tras una larga separación.
La costumbre: tedio y moda
El tedio es un pañuelo cálido y gris forrado por
dentro con la seda más ardiente y coloreada. En este paño nos envolvemos
al soñar. En los arabescos de sus forros nos encontramos entonces en
casa. Pero el durmiente tiene bajo todo ello una apariencia gris y
aburrida. Y cuando luego despierta y quiere contar lo que soñó, apenas
consigue sino comunicar este aburrimiento. Pues, ¿quién podría volver
hacia fuera, de un golpe, el forro del tiempo? Y sin embargo, contar
sueños no quiere decir otra cosa. Y no se pueden abordar de otra manera
los pasajes, construcciones en las que volvemos a vivir el sueño de la
vida de nuestros padres y abuelos, igual que el embrión, en el seno de
la madre, vuelve a vivir la vida de los animales. Pues la existencia de
estos espacios discurre también como los acontecimientos de los sueños:
sin acentos.
Moda y arquitectura permanecen en la oscuridad del
instante vivido, pertenecen a la conciencia onírica del colectivo. Ésta
despierta, por ejemplo, en la publicidad.
Toda corriente de moda o cosmovisión adquiere su
impulso a partir de lo olvidado. Lo olvidado es tan fuerte que
normalmente sólo la colectividad puede entregarse a ello, mientras que
el individuo —el precursor— está amenazado de sucumbir ante su
violencia, como le ocurrió a Proust. En otras palabras: lo que Proust
vivió como individuo en el fenómeno de la rememoración, eso mismo —si se
quiere, como castigo por la indolencia que impidió cargar con ello—
tenemos que experimentarlo como la “corriente”, la “moda”, la
“tendencia” (en el siglo XIX).
Aquí la moda ha inaugurado el lugar del intercambio
dialéctico entre la mujer y la mercancía. Su dependencia, enorme y
descarada, la muerte, toma las medidas al siglo, hace ella misa, por
ahorrar, de maniquí, y dirige personalmente la liquidación, llamada en
francés “revolución”, pues nunca fue la moda sino la parodia del cadáver
multiforme, la provocación de la muerte mediante la mujer, amargo
diálogo en susurros, entre agudos gritos de una aprendida alegría, con
la descomposición. Por eso cambia con tanta rapidez: pellizca a la
muerte, y ya es de nuevo otra para cuando la muerte intenta golpearla.
No le ha debido nada en cien años. Solamente ahora está a punto de
abandonar la palestra. La muerte, en cambio, a la orilla de un nuevo
Leteo que extiende su corriente de asfalto por los pasajes, erige el
esqueleto de las prostitutas como trofeo.
Del símbolo y el mito: reductos
Tarea de la infancia: introducir el nuevo mundo en
el espacio simbólico. Pues el niño puede hacer aquello de lo que el
adulto es completamente incapaz: reconocer lo nuevo.
Para nosotros las locomotoras tienen ya un carácter
simbólico, porque las encontramos en la infancia. Para nuestros niños
lo tienen sin embargo los automóviles, en los que nosotros sólo hemos
aceptado el lado nuevo, elegante, moderno, desenfadado. No hay antítesis
más estéril e inútil que la que pensadores reaccionarios como Klages se
esfuerzas en establecer entre el espacio simbólico de la naturaleza y
el de la técnica. A toda configuración verdaderamente nueva de la
naturaleza —y en el fondo la técnica también es una de ellas— le
corresponden nuevas “imágenes”. Toda infancia descubre nuevas imágenes
para incorporarlas al patrimonio de imágenes de la humanidad.
Mientras haya un mendigo habrá mito.
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